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Mientras espero clientes (ahora que caigo en cuenta, sueno como el estereotipo de una puta parada con una pierna doblada y recostada en la pared de una esquina bajo el farol del poste) escribo en mi celular todo lo que se me viene a la mente. La espera puede ser iluminadora, traer esa sensatez de la distancia cuando uno está tan cerca y plasmarlo en palabras aclara la mente.  Así que aquí, transcribo lo que me pasó ese miércoles reciente. 

Me gustan las rutinas en mi vida y aplicarlas en el trabajo me hace sentir bien además que me da cierta estructura. Un día corriente empieza así: Llega un cliente por la plataforma de la inmobiliaria y se lo asignan a un corredor@ que en menos de una hora debe contactar al cliente y hacer citas para mostrar los inmuebles y presentarle más opciones. Este fue mi caso ese día de mitad de semana y así empezó mi historia con el apartamento 102.

Luego del proceso corriente, busqué la descripción del inmueble en la página web: 78m2, 1 habitación, 1 terraza, año de construcción del edificio: 1985, valor de venta $550 millones de pesos. Un barrio de clase alta en esta capital de la república.

Hasta ahí nada raro ni diferente a los cientos de inmuebles nuevos, viejos, que maneja la inmobiliaria y a la decena aproximada que muestro al mes.

Una vez se acuerda la cita con el cliente se encuentra uno con éste y recorre el inmueble dando toda la información que se le pueda ocurrir.

Como es mi costumbre llegué 20 minutos antes para inspeccionar el bien, abrir ventanas y prender una barrita de incienso para despejar energías.

Parqueé en el parqueadero número 02 del sótano uno, revisé que el depósito estuviera abierto y subí las escaleras para hablar con el portero que ya me esperaba.

Buenos días, ¿cómo ha estado? Vengo a mostrar el apto 102, expliqué al señor que me regañó por entrar demasiado rápido al parqueadero y el que amablemente me entregó las llaves. 

Con las llaves en mano, subí las escaleras de medio nivel que conectan la portería con el primer piso. Busqué por el pasillo oscuro el número que identificaba el apartamento 102 pero mis ojos se fijaron en el vecino del 101, específicamente en los tres carteles pegados a la puerta. Uno decía en mayúsculas: bien ocupado: fiscalía general de la nación en la calle y en los territorios. con fines de extinción d dominio a disposición de la sae. Otro inmediatamente abajo informaba también en mayúsculas: este predio es administrado por la sociedad de activos especiales s.a.s. Y arriba de ambos, recortado en un círculo: sae en mayúsculas.

No exagero si digo que un corrientazo helado subió y bajó por mi cuerpo. Ese pasillo oscuro de pronto se tornó helado y comencé a sentir mucho frío. Mi apartamento (qué tontería ese sentido de apropiación con los inmuebles que yo muestro, pero siento como si de alguna forma me pertenecieran, aunque sea por la corta visita que les presto) estaba al lado del infame.

Normalmente después de hacer mi rutina dentro del inmueble salgo a esperar al cliente en la recepción mientras me pongo a hablar con el portero.

Y aquí le comenté al señor don Portero que la puerta vecina era un bien en extinción de dominio para que empezáramos una conversación y saber qué había pasado. Me imaginaba que era de algún narcotraficante caído o algo relativamente menor.

Cuando de repente este hombre empezó a desahogarse de lo que realmente había pasado en aquel apartamento me dio un poco de miedo y supe que ese inmueble que iba a mostrar era mejor no mostrarlo nunca más porque no lo iba a vender. Después de todo, ¿quién quiere comprar algo cuyo vecino dice en letras mayúsculas y negrilla extinción de dominio?

Hoy, coincidencialmente, se cumple un año de los asesinatos del dueño de ese apartamento y su mamá en un fratricidio y matricidio que conmocionaron a la sociedad bogotana como dirían los medios. Las muertes no sucedieron ahí sino a kilómetros de distancia en una finca a las afueras de Bogotá. Sin embargo, la energía de los que partieron y un día hicieron de este apartamento su hogar se siente muy pesada.

El cartel pesa, la puerta con sus cerraduras de seguridad nuevas pesa, el aire que se respira pesa, los vidrios que sirven de techo de la terraza y que se pueden ver desde el otro apartamento, de este que muestro, pesan. El apartamento que vendo preferiría no mostrarlo, no ofrecerlo a nadie, que nadie lo comprara, que ningún ser tuviera que cargar con ese peso de la historia. Lo quisiera, pero ¿quién soy yo para preferirlo?

Por cosas de la vida el cliente no llegó a la cita. Nunca había estado tan contenta de que un cliente me quedara mal porque la verdad no hubiera podido decir cosas positivas del inmueble que promocionaba. Ese día todo pesaba, hasta respirar se hacía pesado.  

Comentarios

  1. Increíble historia, y muy bueno sentir energía buena o mala que lo alertan a uno. Me encantó

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  2. Sigue transmitièndonos esas experiencias tan bonitas. Soy tu fan número uno

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  3. Nunca había oído esa historia... pero.... por que el del 102 tiene que pagar los platos rotos y ser "discriminado" por culpa del 101? ..... me queda esa duda. No es culpable de tener ese vecino al fin y al cabo

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  4. Claro, pero carga con el estigma del mal del de al lado. Injusto. Totalmente. Creo que un posible comprador se previene de comprar si sabe que el apto de al lado está en extinción de dominio. Yo me prevendría... ¿Uds?

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